Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
LA FLORIDA DEL INCA



Comentario

CAPÍTULO XXX


Las diligencias que los españoles en socorro de sí mismos hicieron y de dos casos extraños que sucedieron en la batalla



Viéndose nuestros españoles en la necesidad, trabajo y aflicción que hemos dicho, considerando que no tenían otro socorro que el de su propio ánimo y esfuerzo, lo cobraron tal que luego con gran diligencia acudieron los menos heridos al socorro de los más heridos, unos procurando lugar abrigado donde ponerlos, para lo cual acudieron a las ramadas y grandes chozas que los indios tenían hechos fuera del pueblo para alojamiento de los españoles. De las ramadas hicieron algunos cobertizos arrimados a las paredes que habían quedado en pie. Otros se ocuparon en abrir indios muertos y sacar el unto para que sirviese de ungüentos y aceites para curar las heridas. Otros trajeron paja sobre que se echasen los enfermos.

Otros desnudaban las camisas a los compañeros muertos y se quitaban las suyas propias para hacer de ellas vendas e hilas, de las cuales, las que eran hechas de ropa de lino, se reservaron para curar no a todos sino solamente a los que estaban heridos de heridas más peligrosas, que los demás de heridas no peligrosas se curaban con hilas y vendas no de tanto regalo sino hechas del sayo o del aforro de las calzas, o de otras cosas semejantes que pudiesen haber.

Otros trabajaron en desollar los caballos muertos y en conservar y guardar la carne de ellos para darla a los más heridos en lugar de pollos y gallinas, que no había otra cosa con que los regalar.

Otros, con todo el trabajo que tenían, se pusieron a hacer guarda y centinela para que, si los enemigos viniesen, no les hallasen desapercibidos, aunque poquísimos de ellos estaban para poder tomar las armas.

De esta manera se socorrieron aquella noche unos a otros, esforzándose todos a pasar con buen ánimo el trabajo en que la mala fortuna les había puesto.

Tardaron cuatro días en curar las heridas que llamaron peligrosas, porque como no había más que un cirujano, y ése no muy liberal, no se pudo dar más recaudo a ellas. En este tiempo murieron trece españoles por no haberse podido curar. En la batalla fallecieron cuarenta y siete, de los cuales fueron muertos los diez y ocho de heridas de flechas por los ojos o por la boca, que los indios, sintiéndolos armados los cuerpos, les tiraban al rostro.

Sin los que murieron antes de ser curados y en la batalla, perecieron después otros veintidós cristianos por el mal recaudo de curas y médicos. De manera que podemos decir que murieron en esta batalla de Mauvila ochenta y dos españoles.

A esta pérdida se añadió la de cuarenta y cinco caballos que los indios mataron en la batalla, que no fueron menos llorados y plañidos que los mismos compañeros, porque veían que en ellos consistía la mayor fuerza de su ejército.

De todas estas pérdidas, aunque tan grandes, ninguna sintieron tanto como la de don Carlos Enríquez, porque en los trabajos y afanes, por su mucha virtud y buena condición, era regalo y alivio del gobernador, como lo son de sus padres los buenos hijos. Para los capitanes y soldados era socorro en sus necesidades y amparo en sus descuidos y faltas, y paz y concordia en sus pasiones y discordias particulares, poniéndose entre ellos a los apaciguar y conformar. Y no solamente hacía esto entre los capitanes y soldados, mas también les servía de intercesor y padrino para con el general, para alcanzarles su perdón y gracia en los delitos que hacían, y el mismo gobernador, cuando en el ejército se ofrecía alguna pesadumbre entre personas graves, la remitía a don Carlos para que con su mucha afabilidad y buena maña la apaciguase y allanase.

En estas cosas y otras semejantes, demás de hacer cumplidamente el oficio de buen soldado, se ocupaba este de veras caballero favoreciendo y socorriendo con obras y palabras a los que le habían menester. De los cuales hechos deben preciarse los que se precian de apellido de caballero e hijohidalgo, porque verdaderamente suenan mal estos nombres sin la compañía de las tales obras, porque ellas son su propia esencia, origen y principio, de donde la verdadera nobleza nació y con la que ella se sustenta, y no puede haber nobleza donde no hay virtud.

Entre otros casos extraños que en esta batalla acaecieron, contaremos dos que fueron más notables. El uno fue que en la primera arremetida que los indios hicieron contra los castellanos, cuando con aquella furia no pensada y mal encarecida con que los acometieron y echaron del pueblo y los llevaron retirando por el campo, salió huyendo un español natural de una aldea de Badajoz, hombre plebeyo, muy material y rústico, cuyo nombre se ha ido de la memoria. Sólo éste huyó entonces a espaldas vueltas. Yendo, pues, ya fuera de peligro (aunque a su parecer no lo debía de estar), dio una gran caída de la cual entonces se levantó, mas dende a poco se cayó muerto sin herida ni señal de golpe alguno que le hubiesen dado. Todos los españoles dijeron que de asombro y de cobardía se había muerto, porque no hallaban otra causa.

El otro caso fue en contrario, que un soldado portugués llamado Men Rodríguez, hombre noble natural de la ciudad de Yelves, de la compañía de Andrés de Vasconcelos de Silva, soldado que había sido en África en las fronteras del reino de Portugal, peleó todo el día a caballo como muy valiente soldado que era e hizo en la batalla cosas dignas de memoria y, a la noche, acabada la pelea, se apeó y quedó como si fuera una estatua de palo, y sin más hablar ni comer ni beber ni dormir, pasados tres días, falleció de esta vida sin herida ni señal de golpe que le hubiese causado la muerte. Debió ser que se desalentó con el mucho pelear. Por lo cual, en opósito del pasado, decían que este buen fidalgo había muerto de valiente y animoso por haber peleado y trabajado excesivamente.

Todo lo que en común y en particular hemos dicho de esta gran batalla de Mauvila así del tiempo que duró, que fueron nueve horas, como de los sucesos que en ella hubo, los refiere en su relación Alonso de Carmona, y cuenta la herida del gobernador y el flechazo de lanza de Nuño Tovar, y dice que se la dejaron hecha cruz. Cuenta la muerte desgraciada de don Carlos Enríquez y la del capitán Diego de Soto, su cuñado, y añade que el mismo Carmona le puso una rodilla sobre los pechos y otra sobre la frente y que probó a tirar con ambas manos de la flecha que tenía hincada por el ojo, y que no pudo arrancarla. También dice las necesidades y trabajos que todos padecieron en común. Y Juan Coles, aunque no tan largamente como Alonso de Carmona, dice lo mismo, y particularmente refiere el número de las heridas de cura que nosostros decimos. Y ambos dicen igualmente los españoles y caballos que murieron en esta batalla, que como fue tan reñida les quedaron bien en la memoria los sucesos de ella.